La Dependencia en la UCI: La Crisis Silenciosa del Cuidado en el Hogar
Opinión/ osé María Heredia
Llevo más de diez años trabajando en el sector de la dependencia. Un sector que, aunque muchos lo desconocen, sostiene la vida diaria de miles de personas. Mi experiencia no viene de un despacho, sino del contacto directo con las personas en situación de gran dependencia, de mis madrugones y de mis jornadas interminables. Aunque la mayoría de quienes trabajan en este ámbito son mujeres, yo soy hombre y puedo afirmar que las condiciones que vivimos no distinguen género: nos afectan a todas por igual.
Nuestro día comienza antes de que amanezca. A las seis suena el despertador; a las siete ya estoy en el primer domicilio. Ducho a grandes dependientes, limpio cacas, orinas o vómitos, preparo comidas, pongo lavadoras, organizo medicaciones, acompaño a citas médicas, salgo a comprar, doy compañía y siempre, siempre, intento sacar una sonrisa a quienes viven en soledad. Todo eso en servicios que, en la mayoría de los casos, duran apenas una hora. Y con la presión de no llegar tarde al siguiente usuario.
Entre servicio y servicio, se supone que tenemos derecho a un descanso. La realidad: sólo disponemos de 15 minutos para desayunar, y en la mayoría de los días ese descanso no llega hasta el final de la jornada, cuando ya estamos agotados. Porque sí: trabajamos mañana y tarde. Nuestro horario empieza a las 07:00 y termina muchas veces a las 22:00, con apenas un par de horas entre medias para intentar comer algo, llegar a casa o simplemente respirar.
Sueldos bajos, cotizaciones mínimas
Quien lea esto podría pensar que, con semejante responsabilidad, al menos contamos con un salario digno. Nada más lejos de la verdad. Si quitamos las pagas prorrateadas, por una jornada completa apenas llegamos a los 1.000 euros. Un sueldo que no compensa la dureza del trabajo ni el desgaste físico y emocional que acumula este sector.
Y hay otro problema que a muchos se les olvida: cotizamos muy poco. Eso significa que, después de una vida cuidando a otros, nuestra propia jubilación será insuficiente. Trabajamos sosteniendo vidas ajenas, pero cuando llegue nuestro turno, no habrá un sistema sólido que nos sostenga a nosotros.
La trampa de la bolsa de horas
A lo anterior se suma la llamada bolsa de horas. Si un usuario ingresa en el hospital o se va de vacaciones, debemos permanecer disponibles. Pero si la empresa no nos asigna otro servicio —algo completamente ajeno a nuestra responsabilidad— esas horas se nos descuentan o nos obligan a recuperarlas por la tarde. Mientras tanto, la empresa sí cobra por ellas.
Es decir: nosotros perdemos dinero; la empresa nunca pierde.
El trato y la pleitesía que se nos exige
En muchos casos, además de lidiar con la carga física y emocional, tenemos que soportar el trato de ciertos familiares que nos ven como si fuésemos sus empleados personales o, directamente, como si fuésemos sus esclavos. Y lo más indignante es que, lejos de apoyarnos, algunas empresas pretenden que les agradezcamos "el sacrificio que hacen por mantenernos contratados".
¿Sacrificio? ¿Cuál? Si somos nosotros los que sostenemos este trabajo. Si somos nosotros los que madrugamos, los que nos dejamos la espalda levantando cuerpos, limpiando, cocinando, acompañando, escuchando. Los únicos sacrificados somos nosotros, no ellos.
Un sector sin relevo
Con todo esto, no es de extrañar que cada vez haya menos personas dispuestas a trabajar en estas condiciones. La dependencia necesita manos, necesita vocación, pero también necesita respeto, estabilidad y sueldos que permitan vivir. Sin eso, nadie querrá entrar en un sistema que ya está al borde del colapso.
Un llamamiento urgente
Quienes trabajamos en la dependencia somos la base invisible que sostiene a un país envejecido. Nuestro trabajo no es un lujo: es una necesidad. Sin embargo, el sistema se mantiene gracias a nuestro esfuerzo personal, no gracias a las estructuras que deberían protegernos.
No pedimos privilegios. Pedimos lo justo: contratos reales, descansos reales, sueldos dignos, reconocimiento y humanidad. Pedimos dejar de ser vistos como mano de obra barata y pasar a ser lo que realmente somos: profesionales esenciales.
Porque algún día todos necesitaremos cuidados. Y cuando llegue ese momento, tal vez la sociedad comprenda que la dignidad de un país se mide por cómo trata a quienes cuidan de los demás.



















